Ser extranjera no es una desventaja laboral
Vivir entre culturas afina el ojo, el oído y la voz. Eso también es una forma de comunicar con ventaja.
Cuando llegué de Tijuana a Barcelona, no lo pensé en términos de identidad ni de estrategia. Vine a hacer un máster, con la idea de quedarme un año. Pero la cosa siguió. Me quedé. Me di de alta como autónoma. Y el proceso fue mucho más que mudarme de país: fue empezar a entender que emigrar no solo te cambia el código postal; te cambia la forma de mirar.
Vivir en otro país te pone en modo observación constante. No puedes no mirar. No puedes no interpretar. Te obliga a traducir gestos, ritmos, silencios, chistes. Con el tiempo entendí por qué para muchas personas mexicanas el servicio en España suena seco, por qué los españoles se perciben como demasiado directos, o por qué incluso a quienes nacen en Cataluña los tachan de cerrados. No es solo lo que se dice, sino cómo se dice. Y muchas veces también lo que se calla.
Y entonces empiezas a notar una jerarquía no escrita, pero que está ahí. No todas las personas extranjeras cargamos con el mismo estatus simbólico. No es lo mismo venir con pasaporte alemán que con pasaporte mexicano. Hay niveles. Hay etiquetas. Yo no soy “guiri”, soy “panchita” o “sudaca”, aunque México esté en Norteamérica y no en Sudamérica. Y aunque sepas navegarlo, a veces molesta, a veces duele, a veces simplemente cansa. A veces no importa.
Al principio, ser la mexicana en la reunión era simpático. Sonreían cuando hablaba, preguntaban por restaurantes mexicanos en Barcelona o por si ponía altar en mi casa el Día de Muertos. A veces lo tomaba con gracia. Otras, no tanto. Porque no me estaban mirando a mí, estaban viendo mi nacionalidad. Era como si mi presencia tuviera que venir con una anécdota. Y claro, luego lo entendí: muchas veces no es malicia, es un intento torpe por empatizar. Como cuando te dicen: “¡Ah! Yo sigo a Sofía Niño de Rivera en Instagram”. Y tú piensas: ok, gracias por el dato random, pero luego entiendes que hay un deseo sincero de encontrar un punto en común. Y está bien. Lo que se valora, muchas veces, es lo exótico, lo cálido, lo curioso. Pero —y aquí viene lo importante— muy al final, lo profesional.
Con los años y los proyectos entendí que esa etiqueta que parecía una limitación era, en realidad, una ventaja. Una mega ventaja, ¡comper! Que venir de otro país no me hacía menos, sino más compleja. Que lo que traigo no es solo una cultura distinta: es un mapa mental diferente, una sensibilidad intercultural, una capacidad de leer matices, contradicciones, dobles sentidos.
Eso tiene nombre: inteligencia cultural.
La inteligencia cultural no se enseña en la universidad. No se mide en exámenes ni se incluye en la descripción de un puesto. Se desarrolla cuando te acostumbras a vivir entre códigos. Cuando puedes captar que una frase “normal” en un país suena agresiva en otro. Cuando adaptas un mensaje, no por miedo, sino por estrategia. Es una habilidad que transforma cómo trabajas, cómo lideras, cómo negocias, cómo comunicas.
En mi caso, la aplico todos los días. Trabajo con marcas de España, México, Portugal y Estados Unidos. Siempre en español, pero —y aquí está el truco— con españoles. Porque no es lo mismo escribir para mexicanos que para españoles, ni para latinos en EE. UU. que para colombianos o argentinos. La lengua es compartida, pero la forma de usarla cambia. Lo que para unos es natural, para otros puede sonar extraño o incluso ofensivo. Ahí entra mi trabajo: convertir la diferencia en un puente.
A veces eso significa neutralizar. A veces, hacer un guiño, cerrar el ojito, pues. Y a veces, romperme la cabeza para decidir si escribo “coger” o “agarrar”, porque ya sabemos que sí, es lo mismo, pero no lo es.
Yo traduzco más que palabras. Traduzco formas de entender el mundo. Y me costó tiempo ver que eso, ser minoría, en realidad me hacía especial. Que estar rodeada de personas que no han tenido que exponerse tanto al mundo también tiene un efecto: me hizo ver lo que otras personas no ven. Como extranjera, tienes la oportunidad de juntarte con más extranjeros. Y ahí, en esa mezcla, en esa voluntad de comunicarse sin referencias comunes, se dan las mejores reuniones. Como unos buenos tacos de asada con aguacate, salsita ranchera y limón, sí, así de sabrosa es la cosa.
Lo local es eso, local. Y es valioso, claro. Pero ser de fuera —ser realmente de fuera— te da un panorama más amplio. No mejor. Más amplio.
Tener un bagaje multicultural no es solo “haber viajado”, y tampoco hace falta ser nómada profesional. Pero sí creo que viajar —y sobre todo vivir como extranjera— me ha enseñado a navegar lo distinto sin perderme. O quizá sí, me perdí un rato, y me reencontré distinta. O me construí desde ahí. No sé. Pero sin duda no soy la misma que llegó aquel primer año.
Y no, no ocurre por subirse a un avión. Ocurre cuando decides estar presente en lo nuevo.
Por eso me parece importante decirlo sin miedo: ser extranjera no es una debilidad. Es una ventaja. Una que implica esfuerzo, claro. Una que exige tiempo, resiliencia, humildad y autoconocimiento. Pero una que da herramientas únicas. Ser capaz de traducir sin cambiar de idioma. De mezclar sin que tus palabras distraigan, sino que enriquezcan. Trabajar en comunicación siendo extranjera es, en sí, un viaje.
La verdad, ya estoy para abrir mi propia cátedra: Coger vs. Agarrar: una guía emocional y lingüística.
Desde mi perspectiva, muchas marcas aún pecan de conservadoras. Falta atreverse a incluir perfiles que piensen distinto, que vengan de otro mapa. Perfiles con acentos, con historia, con mezcla, con mundo. No basta con hablar varios idiomas: hay que tener la disposición de ver lo diferente como un valor. Porque lo diferente no es un problema. Es perspectiva.
Y cuando esa perspectiva se pone al servicio de una estrategia, de una campaña, de un mensaje… ahí sí, se abre un nuevo campo de juego.
Si vives o has vivido entre culturas, ¿qué fue lo que más te costó?
¿Y qué es lo que más agradeces haber aprendido? Te leo